La población infantil callejera hace 15 años
Si comparamos a la población actual de niños y jóvenes que viven en la calle con aquella que conocimos hace 15 años, se hacen evidentes algunas diferencias. Hace una década, un grupo de callejeros abarcaba desde niños pequeños, 8 a 10 años, recién salidos de su casa hasta jóvenes adolescentes, 16 a 18 años, que contaban años de vida en la calle. Frecuentemente dentro del grupo había representación de todas las edades y niveles de arraigo callejero.
Debido en parte a esta pluralidad dentro del grupo, el mismo mantenía un cierto grado de equilibrio. Es decir, existía una mediación natural entre las características de altos y bajos niveles de arraigo callejero. En este sentido factores como niveles de adicción extremos, violencia excesiva o deterioro físico disfuncional se veían mermados por las necesidades y deseos de los miembros más pequeños del grupo. Por ejemplo, era común que los miembros más recientes mantuvieran bajos niveles de adicción durante un periodo largo de inducción al grupo o mientras eran muy pequeños de edad. Y eran los propios miembros mas antiguos y arraigados a la vida callejera quienes limitaban a los chicos en el uso de drogas y los protegían de excesiva violencia por parte de algún miembro del grupo o la comunidad. La llegada de nuevos miembros al grupo era constante.
Este equilibrio en los niveles de arraigo callejero, hacía del grupo un sistema poco funcional para quienes salían del parámetro. Tanto un niño demasiado pequeño como un adolescente que rebasaba los 19 años, no encontraba la satisfacción de sus necesidades en el grupo y era absorbido por otros espacios de manera natural. Los muy chicos eran acogidos frecuentemente por algún miembro de la comunidad y los mayores se integraban al comercio informal sin romper su relación con el grupo de calle, ni superar serios y crecientes problemas de adicción y violencia. Otros tantos, para quienes el deterioro de la vida en la calle les impedía una, aunque fuera marginal, integración a la comunidad ingresaban a grupos pequeños de jóvenes – adultos callejeros que se mantenían al margen de otros grupos y se movían en zonas delimitadas de la ciudad (Tacuba, Garibaldi, entre otras).
Otra característica de estos grupos de diversos niveles de callejerismo, era el poco o nulo contacto institucional. Fuera de casas hogar y centros masivos de puertas cerradas, la infancia callejera tenía pocas alternativas de atención. El trabajo de calle y la ahora conocida figura del educador de calle eran exclusivos de un puñado de organizaciones, muchas que continúan su labor actualmente, inspiradas por experiencias como las de Paulo Freire.
Dentro de este contexto, muchos niños callejeros nunca habían establecido una relación con un adulto que no estuviera definida por el maltrato o en el mejor de los casos la indiferencia. El impacto de un adulto, el educador, que escuchara y respetara al chico en combinación con niveles moderados de arraigo callejero, hacía que el uso exclusivo de técnicas provenientes de la educación popular fueran una herramienta efectiva para que muchos chicos dejaran la vida en la calle.
Este punto cobra particular relevancia ya que sobre él se finca la posterior mitificación del impacto que genera la mera presencia del educador en el proceso del chavo. La atención centrada en torno a la educación popular como respuesta a las deficiencias de un sistema educativo e institucional que no ha podido satisfacer las necesidades de los niños y jóvenes, genera una sentida falta de inversión en el desarrollo o adaptación de otras metodologías educativas.
Si comparamos a la población actual de niños y jóvenes que viven en la calle con aquella que conocimos hace 15 años, se hacen evidentes algunas diferencias. Hace una década, un grupo de callejeros abarcaba desde niños pequeños, 8 a 10 años, recién salidos de su casa hasta jóvenes adolescentes, 16 a 18 años, que contaban años de vida en la calle. Frecuentemente dentro del grupo había representación de todas las edades y niveles de arraigo callejero.
Debido en parte a esta pluralidad dentro del grupo, el mismo mantenía un cierto grado de equilibrio. Es decir, existía una mediación natural entre las características de altos y bajos niveles de arraigo callejero. En este sentido factores como niveles de adicción extremos, violencia excesiva o deterioro físico disfuncional se veían mermados por las necesidades y deseos de los miembros más pequeños del grupo. Por ejemplo, era común que los miembros más recientes mantuvieran bajos niveles de adicción durante un periodo largo de inducción al grupo o mientras eran muy pequeños de edad. Y eran los propios miembros mas antiguos y arraigados a la vida callejera quienes limitaban a los chicos en el uso de drogas y los protegían de excesiva violencia por parte de algún miembro del grupo o la comunidad. La llegada de nuevos miembros al grupo era constante.
Este equilibrio en los niveles de arraigo callejero, hacía del grupo un sistema poco funcional para quienes salían del parámetro. Tanto un niño demasiado pequeño como un adolescente que rebasaba los 19 años, no encontraba la satisfacción de sus necesidades en el grupo y era absorbido por otros espacios de manera natural. Los muy chicos eran acogidos frecuentemente por algún miembro de la comunidad y los mayores se integraban al comercio informal sin romper su relación con el grupo de calle, ni superar serios y crecientes problemas de adicción y violencia. Otros tantos, para quienes el deterioro de la vida en la calle les impedía una, aunque fuera marginal, integración a la comunidad ingresaban a grupos pequeños de jóvenes – adultos callejeros que se mantenían al margen de otros grupos y se movían en zonas delimitadas de la ciudad (Tacuba, Garibaldi, entre otras).
Otra característica de estos grupos de diversos niveles de callejerismo, era el poco o nulo contacto institucional. Fuera de casas hogar y centros masivos de puertas cerradas, la infancia callejera tenía pocas alternativas de atención. El trabajo de calle y la ahora conocida figura del educador de calle eran exclusivos de un puñado de organizaciones, muchas que continúan su labor actualmente, inspiradas por experiencias como las de Paulo Freire.
Dentro de este contexto, muchos niños callejeros nunca habían establecido una relación con un adulto que no estuviera definida por el maltrato o en el mejor de los casos la indiferencia. El impacto de un adulto, el educador, que escuchara y respetara al chico en combinación con niveles moderados de arraigo callejero, hacía que el uso exclusivo de técnicas provenientes de la educación popular fueran una herramienta efectiva para que muchos chicos dejaran la vida en la calle.
Este punto cobra particular relevancia ya que sobre él se finca la posterior mitificación del impacto que genera la mera presencia del educador en el proceso del chavo. La atención centrada en torno a la educación popular como respuesta a las deficiencias de un sistema educativo e institucional que no ha podido satisfacer las necesidades de los niños y jóvenes, genera una sentida falta de inversión en el desarrollo o adaptación de otras metodologías educativas.
1 comentario:
Que lamentable situación! En vez de que la pobreza disminuya a través de los años pasa todo lo contrario.
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